Frontón le escribe a Marcus:”sucede que el filósofo puede ser un impostor, pero el aficionado a las letras no puede serlo. Lo literario es cada palabra. Por otra parte, su propia investigación es más profunda a causa de la imagen”. El arte de las imágenes-que el emperador Marco Aurelio denomina, en griego, íconos, mientras que su maestro Frontón la mayoría de las veces las llama, en latín, imágenes o en ciertas ocasiones, en griego filosófico, metáforas- a la vez logra desarticular la convención en cada lengua y permite rearticular el lenguaje en el fondo de la naturaleza. Frontón afirma que el arte de las imágenes es comparable en el lenguaje con el sueño, por el papel que cumple en la actividad diurna. Marcus escribe que el mundo es en el tiempo un torrente acrecentado por una tormenta, que se arrastra a sí mimso y que lo arrastra todo. La lluvia de los seres no se interrumpe. Todo desemboca en la noche. Algunos fantasmas forman ligaduras que enlazan simulacros, Schémata, que reaccionan entre sí. Los cuerpos de la naturaleza son también schémata, imágenes.
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El orador nunca demuestra, sino que muestra, y lo que muestra es la ventana abierta. Sabe que el lenguaje es la ventana, porque la oratio le da a cada época su luz de la misma manera que la noche da paso al día.
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No necesitamos acudir al Oriente, al taoísmo chino, al budismo zen para pensar con mayor profundidad o para deshacernos de las aporías de la metafísica de los griegos, así como de la teología de los cristianos y finalmente del nihilismo de los modernos; una tradición constante, olvidada, marginal en tanto que audaz, perseguida por recalcitrante, nos conduce a nuestra propia tradición que viene desde el fondo de los tiempos, precediendo a la metafísica, refutándola una vez que se había constituido.

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Pienso en mi hambre: no es un hambre que se sacie y pierda en el transcurso del día el deseo de seguir consumiendo. He leído demasiado para no ser insaciable. He leído demasiado como para desesperar súbitamente de que el pensamiento vaya más allá de la convención de cada época y el desprecio de todo. Jamás pensé tampoco que se limitara a la simple reverberación narcisista de las palabras dentro del lenguaje. El lenguaje no es apático, impersonal ni instrumental, ni ahistórico ni divino. Pienso lo siguiente: el hambre del pensamiento no se sacia. Pienso que el odio al pensamiento-que el pensamiento de esta época después de los maremotos ideológico, humanitario, religioso que procuran velar y revestir el horror flagrante de esta época –empieza a hacer que la cabeza sufra hambre. Siento el impulso de una curiosidad finalmente reorientada hacia algo que le resulta desconocido.

Pascal Quignard/Retórica especulativa. (Gracias Juan por la lectura)